La mayor riqueza que tiene la Iglesia católica es la Eucaristía, nada más sagrado por tratarse del Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo.
Cuando nuestro Señor Jesucristo prometió: «He aquí que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20), nunca lo hizo en sentido figurado. Por supuesto, Él tenía que volver al lado del Padre para que viniera el Paráclito (Jn 16, 7), pero ideó la manera de permanecer con nosotros, y lo hizo bajo las especies de pan y vino.
Por ello, San Juan Pablo II escribió en la encíclica Ecclesia de Eucharistia:
La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no solo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación.
Entendemos, de esta manera, que cualquier ofensa en contra de la santísima Eucaristía se convierte en un acto gravísimo, cometiendo sacrilegio y mereciendo como castigo la excomunión. El Código de Derecho Canónico lo declara así:
Can. 1382 – § 1. Quien arroja por tierra las especies consagradas, o se las lleva o las retiene con una finalidad sacrílega, incurre en excomunión latae sententiae reservada a la Sede Apostólica; el clérigo puede ser castigado además con otra pena, sin excluir la expulsión del estado clerical.
Habiendo ofendido al Señor con actos sacrílegos, es necesario desagraviarlo. Por ello, la Iglesia exige realizar actos de desagravio, que son oraciones de reparación, penitencia y perdón por las ofensas cometidas en contra de la santísima Eucaristía.
No hay manera de que, humanamente, podamos compensar a Dios por tanto que le ofendemos, pero algo podemos hacer para retribuir su inmenso amor.
Hay muchas maneras para desagraviar al Señor, como hacer procesiones, horas santas, actos penitenciales, oraciones, personales y comunitarias, frente al Santísimo y Misas, pero lo más importante será siempre demostrar nuestro amor al Señor sacramentado y mantener nuestro respeto a la Eucaristía, procurando inculcar en los demás los mismos sentimientos.
El Señor Jesús merece todo, defendámoslo sin temor.
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